Toda mi ropa huele a cuando estabas. Sería al abrazarte -no lo entiendo-
o que estuviste cerca y se quedó prendido. Si arrimo mi nariz al hombro
o a la manga, te respiro. Al ponerme la chaqueta, en la solapa, y en el
cuello de un jersey que no abriga. Aroma de placer, de feromonas, de
recostarme en ti mientras dormías. Por mucho que la lave, mi ropa lo
conserva: es un perfume dulce que me alivia como vestir mi carne con tu
piel. Y está durando más que mi recuerdo. Tu rostro en mi memoria se
disipa, casi puedo decir que he olvidado tu cuerpo y sigo respirándote
en las prendas que, al tiempo que me visten, te desnudan. Pero la ropa
es mía. De tanto olerte en mí, tu olor es mío. Tu olor era mi olor desde
el principio, fue siempre de mi cuerpo, no del tuyo, de un cuerpo que
lo tengo a todas horas para quererlo entero como jamás te quise y olerlo
de los pies a la cabeza. Es el olor de todas mis edades, del niño
absorto y puro, del claro adolescente eléctrico y espeso, de un joven
con insomnio que soñaba fantasmas del amor, y es también el olor que al
transpirar mis sueños dejaron en las sábanas. Quién sabe tú a qué
aspiras sin este efluvio mío, sin mi esencial fragancia. Estando en
compañía, serás siempre la ausente igual que si te fueras o no hubieras
llegado. Pues no olerás a nada, no dejarás recuerdo ni podrás despertar
auténtico deseo ni embalsamar las yemas de los dedos que un día te
acaricien con un perfume físico y concreto. Serás para el olfato de los
otros como un espejo para los vampiros. Y yo atesoraré con más fe que
codicia este perfume dulce de mi cuerpo que descubrí contigo. Si quieres
existir, respíralo de nuevo.
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